
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.
Pedro Chirino nació en 1557. De sus padres ignoramos todo por el momento, aunque debe suponerse que fueron personas instruidas, o al menos preocupadas por la educación de su hijo; es posible que las consultas de los archivos de Osuna y de los textos inéditos de Chirino, conservados en Manila, arrojen luz sobre sus primeros años de vida. También nos faltan datos sobre su aspecto, si era alto o de estatura normal, si tenía los ojos claros u oscuros, si sus manos eran grandes y su cabello moreno. En la web del Museo de Silán hay publicado un grabado que parece contener una imagen suya, pero su definición es mínima, sus rasgos no se distinguen: solo se advierte un hombre delgado de hábito flotante y cabeza calva. Chirino entró en la Compañía de Jesús en 1580. Según unos autores, siguió cursos en Sevilla, donde obtuvo la licenciatura en derecho civil y canónico, pero, a pesar de sus evidentes dotes para el trabajo intelectual, y al empeño de los dirigentes de la Casa de la Contratación en incorporarlo a la administración, quiso ser misionero, era su vocación. Así que solicitó al General de la Compañía destino en una misión. Según otros autores, hizo el noviciado en Montilla y, tras ordenarse sacerdote en 1588, fue encargado de misiones apostólicas en Andalucía, ocupación que desempeñó brevemente. Llegó a Filipinas en 1590. Viajó en compañía del gobernador Gómez Pérez Dasmariñas, gallego —de Modoñedo—, fundador en aquel archipiélago de la ciudad de Dasmariñas, provincia de Cavite. No olvidemos, para hacernos cargo del tamaño de la empresa que emprendía el joven misionero, que Filipinas es un archipiélago formado por más de siete mil islas y donde aún se hablan cerca de doscientas lenguas, la mayoría autóctonas; en tiempos de Chirino alcanzaban las cuatrocientas, según testimonio suyo. Puede pensarse que nuestro protagonista desdeñó un cómodo puesto de funcionario y se entregó a la aventura y a la propagación del Evangelio en unos territorios aún inexplorados por el hombre occidental, pues los españoles habían iniciado la conquista de aquellas tierras en 1565, solo un par de décadas antes de la llegada del jesuita. Hasta entonces era muy poco lo que se conocía de aquel archipiélago, sobre todo de la forma de vivir de sus habitantes naturales. Debía poseer Chirino un oído especial para las lenguas, pues a los pocos meses de llegar hablaba tagalo, el idioma nativo más extendido en aquellos territorios. No parece necesario insistir en el hecho de que la conquista de aquellas tierras por parte de los españoles tiene muy mala prensa en los tiempos actuales, sobre todo entre los filipinos más jóvenes, pero un acercamiento objetivo y ponderado a los hechos nos permite valorar el afán civilizador de personas como Pedro Chirino, frailes y sacerdotes que vieron en el conocimiento de las lenguas autóctonas la única manera de cristianizar a aquellos pueblos y, en general, poder estar en contacto con ellos. Gracias a sus esfuerzos se ha conservado el conocimiento de lenguas y costumbres hoy desaparecidas. Cada uno podrá opinar lo que quiera, pero no parece lógico juzgar con mentalidad actual la actuación de las personas que vivieron hace casi quinientos años, ni siquiera juzgar: ¿quiénes somos nosotros para repartir certificados de bondad?
Pronto corrió por aquellos territorios la fama de Pedro Chirino como hombre virtuoso, cálido y dado al estudio. Parece que tenía muy buenas relaciones con los filipinos, quizá por poseer de sobra esa amabilidad que distingue a las personas más empáticas y sociables; el jesuita, al parecer, poseía dotes sobradas para ejercer lo que luego se ha llamado antropología. Pero el afán de Chirino por estar cerca de las personas más humildes y singulares parecía condenado al fracaso. Tras unos años en los que recibió diversos nombramientos en la administración de aquellas tierras, en 1602 fue elegido para viajar a Roma e informar al General de la Compañía de Jesús de los trabajos que la orden y él mismo estaban realizando en Filipinas. Fruto de aquel importante nombramiento representativo, Chirino escribió, quizá durante la travesía, uno de los textos sobre las Filipinas de más interés para el conocimiento de su estado en aquellos tiempos: su Relación de las Islas Filipinas, fechado en Roma en 1604. Según algunas fuentes, este texto permaneció inédito en vida del jesuita: no fue publicado hasta 1890, en Manila, en la imprenta de Esteban Balbás, y su manuscrito se conserva en el Archivum Historicum Societatis Iesu Cataloniae de San Cugat del Vallés. Según otras fuentes, tuvo una primera edición en Roma en 1605, en los talleres del impresor Esteban Paulino. Chirino regresó a las Filipinas en 1606 y allí pasó el resto de sus días, la mayoría como docente en el Colegio de Manila, centro elevado a Universidad en 1621. Murió en 1635.
La gran mayoría de sus trabajos permanecen inéditos, aunque es posible acceder a un facsímil de la edición de 1890 de su Relación de las Islas Filipinas. El texto es de mucho interés para el lector curioso. Comienza haciendo historia de la llegada y la extensión de los españoles por las islas para pasar luego a la arribada y el establecimiento de la Compañía de Jesús. De ahí pasa a la descripción de la geografía filipina y cómo se extendió la Compañía por ella, para llegar, por fin, a la descripción de las costumbres de los filipinos, que son tratados con una delicadeza que ya quisiéramos ver hoy día en nuestra relación con los habitantes del llamado Tercer Mundo. Los ejemplos son numerosos. Ahí van algunos. «Desde que nacen estos isleños, se crían en el agua: y así varones y hembras, aún muy pequeños, nadan como unos peces, y para pasar los ríos no han menester puente. Báñanse á todas horas sin distinción, por regalo y limpieza. […] Báñanse encogido el cuerpo y casi sentados, por honestidad, con el agua hasta la garganta: con grandísimo cuidado de no poder ser vistos, aunque no haya nadie que los pueda ver». También se pueden citar como ejemplos el capítulo XVI, De los comedimientos y términos de cortesía y buena crianza de los filipinos, o aquellos dedicados al estudio de las lenguas. En uno de ellos se lee: «Son tán dados todos estos isleños á escribir y leer, que no hay casi hombre y mucho menos muger, que no lea y escriba con letras propias de la isla de Manila [Luzón], diversísimas de las de China, Japón, y de la India».
Esto es todo por hoy. La biografía y la obra de este talentoso ursaonense del siglo XVI bien merece el acercamiento del lector del siglo XXI, falto de bases históricas por el abuso de la actualidad. Extractos de su obra han sido traducidos y publicados en inglés, pero no parece existir una reedición de su Relación de las Islas Filipinas en su lengua original y con las notas necesarias. Resulta un trabajo atractivo para los investigadores.
