Pablo Aguado hunde su naturalidad en el corazón de Sevilla
- A Sebastián Castella le birlan un trofeo habiendo cortado uno y Urdiales deja su poso en el cuarto de la tarde.

Correteaba por el tendido como la pólvora la buena nueva traída desde Roma: Había nuevo sumo pontífice a eso de las 18:07 de la tarde de este miércoles de feria en Sevilla. Nos había pillado en otra Capilla Sixtina, la del toreo, que estaba revestida de un gris plomizo en su cielo aderezado con pocos huecos del mejor azul del planeta. Las campanas de la torre sevillana repicaban y el personal se santiguaba. Entendemos que por el nuevo Papa, aunque no es descabellado pensar en que pedían al Señor por que la de Juan Pedro se moviera. Pasando la vista por encima de la terna que nos reunía, por mucho que nos empeñásemos en buscar sentido a la combinación, no se lograba entender cómo Sebastián Castella había acabado entre Urdiales y Aguado. Lo que hubiera subido el cartel con Emilio de Justo en el trío. Evidentemente, apartando el sentido artístico, la trastienda bien que ha maniobrado para que esto acabara así. A las 19:23 y mientras Urdiales muleteaba al primero, salía al balcón más importante del mundo León XIV, Robert Francis Prevost Martínez, como nuevo sucesor de Pedro.
El aire dejado por Aguado en el tercero de la pasada jornada del arte, con esas gotas de madurez en concepto de naturalidad máxima, se magnificó en una de sus obras cumbres en esta plaza con el noble y enclasado tercero. La misma plaza que lo bautizó, allá por 2019, como heredero natural de una de las mejores tauromaquias que han existido nunca. El aroma a San Bernardo, en la figura de un torero que ya se cuaja bajo el peso propio de los años de alternativa. Como el buen vino, macerándose sobre la pureza máxima. Galleó con categoría para dejarlo en el peto, pero antes, tras fijar sus distracciones, le sopló al colorao un ramillete de verónicas de muñeca suelta, de trazo sostenido en esa media altura templadísima que es cebo inigualable para aficionados y público. De máximo artista a máximo artista, el brindis a Miquel Barceló fue el inicio perfecto a la sinfonía que estaba por instrumentarse sobre la mayúscula naturalidad de Pablo Aguado. Pronto y en la mano, tras un molinete garboso, brazo izquierdo en jarra y compás a pies juntos en una estampa ‘pepeluisista’ propia del blanco y negro y con el sello de lo propio, de lo que sale de adentro, la primera tanda partió a Sevilla por la mitad. Y así siguió el trasteo hasta que, el toro, en ese son que mantuvo de salida hasta mitad de la faena, bajó una cuartita de intensidad. La mano derecha meció la embestida de “Victorioso”, dormidito en su nobleza con categoría. Es el toreo más complicado de realizar por que no se realiza, nace. No se ejecuta, se crea. Sale de quien lo lleve en sus entrañas. De ahí la complicación. Muy pocos lo han practicado y casi nadie, a excepción de Aguado, lo mantiene a flote en la actualidad. Los kikirikis, los remates por bajo, los naturales al desdén. Todo fue una sinfonía maravillosa que se diluyó en un pinchazo doloroso hasta para quien no lo estaba viendo. ¿Dos orejas? ¿Una? ¿Hay faenas de una y media? ¿Cómo se valoran en un palco? Ahí queda eso. Desde luego, caer, iban a caer las dos. Extraordinario Pablo Aguado. Vino el sexto a cerrar una interesante corrida de Juan Pedro Domecq. Con toros apuntando grandes cosas pero sin llegar a romper del todo pero que sirvieron en las manos de los actuantes. No tuvo este nada positivo reseñable en su comportamiento. Brincaba al final del muletazo, haciendo que todo estuviera bajo la sombra de la imposibilidad.
El sardo que hizo primero, de manos cortas y hechuras bonitas, salió suelto nada más ver las tablas rojas de la Maestranza. Se le reconocía una notable molestia en los cuartos traseros y más específicamente en la pata derecha cuando el animal comenzaba a moverse. Tanto es así que no rompió en galope hasta que la provocación desde el burladero del siete fue descarada. Esbozó Diego Urdiales un par de verónicas de suprema clase antes de que siguiéramos dudando con su oponente, al que ya se podía intuir, con evidencias, la falta de fuerzas. El raro trote que traía también ayudaba a la desconfianza. El riojano, con su chocolate y oro reluciendo, no lo rompió nunca. No terminó de entregarse al toro por mucho que este tuviera la transmisión bajo mínimos. Hubo mayor calado con la mano derecha. Esa hondura sustentada en la panza de la muleta y en la milimétrica forma de llevar los toros metidos en ella. Degolló al animal con un espadazo casi perpendicular. La sensación era realmente agridulce y en ambos protagonistas pese a que el torero saludara en el tercio.
Urdiales cortó una oreja sin escuchar la música. Y lo mejor de todo es que no le hizo falta. La labor, pacientísima, basada en muletazos dados de uno en uno pero con la hondura y el peso de un beso de la mujer que amas. Entendió a la perfección a su oponente, que fue un marmolillo de clase majestuosa aunque sin ritmo ni continuidad en los viajes. Es Diego Urdiales un alquimista del temple, y después de dejar una sensación de dudas en el primero, con este convenció con la inteligencia como arma ayudándose de unas magníficas formas de interpretar alturas, distancias y toques. El calado llegó cuando vaciaba detrás de la cadera y reposaba el toreo en los riñones, con el mentón en el pecho y el alma entregada al muletazo. Derechazos, naturales, pases de pecho, el público estuvo metido de lleno en la obra de Urdiales. La espada, el disparo de un francotirador tras tirarse como un novillero a la testuz del toro. La oreja era de ley. Juan Pedro, aprobando tras un gran número de suspensos.
Con el segundo, finísimo en su lámina de toro muy sevillano, Castella pasó de puntillas con el capote hasta que infartó a la Maestranza en un quite de ajuste máximo por chicuelinas y tafalleras. No le abrió el camino a la embestidas, no marcó con el capote y eso hizo que el ceñimiento crujiera en casi lamentos al respetable. Aguado, con más pinturería y temple, quitó también por chicuelinas y se lo pasó igual de cerca. Expuso mucho Viotti en banderillas y salió a saludar. El gesto de Castella de ir a preocuparse por su hombre, torerísimo. Muleta en mano, parecía que el castañito iba a dar argumentos para estar atentos. Se movía en esa clase patentada de Lo Álvaro, pero el hacer siguió la senda de la intermitencia que tuvo el primer capítulo. Todo sostenido en una media aceleración, tampoco hubo un pisotón al gas de la emoción para que quienes pidieran la oreja se acordaran al día. Daba la sensación de que el público pedía la oreja sin saber qué había visto o qué había ocurrido. Abrió Gabriel Fernández Rey el marcador de la tarde.
Tremenda fue la pitada, con gritos de “fuera, fuera” incluidos, que se llevó el presidente tras no conceder la oreja que sí merecía Sebastián Castella en el quinto. Sostenida con alfileres su labor, ejecutada en tandas de idéntica intermitencia que en su primero, el factor diferencial fue la tremebunda estocada recetada al animal. Ejemplar. De poner en las escuelas. Perfecta. La incomprensión se apoderó hasta de Chacón -que saludó tras un par absolutamente perfecto-. No aguantaba su gran cabreo. La vuelta al ruedo fue un clamor. Y sí, se debió conceder el trofeo sólo por la estocada.
Plaza de toros de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla
13ª de abono. Lleno.
Toros de Juan Pedro Domecq: Correctos de presentación y de interesante juego. Buen toro el 3º. Enclasado el 4º. Con posibilidades 2º y 5º. Imposible el 6º.
Diego Urdiales: Ovación con saludos y oreja.
Sebastián Castella: Oreja y vuelta al ruedo tras gran petición y bronca al palco.
Pablo Aguado: Vuelta al ruedo tras petición y silencio.
Saludaron Viotti, Alberto Zayas y José Chacón.
