
LARGO DE PENSAR
Montilla, Córdoba. Periodista de los de antes, columnista del ahora. Escribo como tomo un buen vino: saboreando los matices.
Van diciendo por ahí las redes sociales que si hay un Papa negro se acabará el mundo porque este será el diablo, o algo así. En realidad no lo dicen, sino que lo repiten de alguien que lo escribió hace 500 años. Un tal Nostradamus que le dio por jugar a adivino con más disciplina en algunas áreas que en otras. Algo así como jugar a ser Maya y decir que el mundo se acabaría en 2012. Pero este prefirió no ponerse fecha para no pillarse los dedos y tiró por lo del Papa negro, vaya a ser que, por lo que sea, el Cónclave se alargue más de la cuenta y así nos quedan un par de días más de regalo.
Pero luego me metí en los periódicos. En esas hojas, ahora digitales, de las que muchos jóvenes piensan que rezuman podredumbre y pleitesía, pero que todavía tienen algo de rigor. Y estos me susurraron a los párpados que aquello del Papa negro al que se refería el adivino Michel de Nôtre-Dame podría ser en realidad una referencia al color de la sotana en lugar del de la piel. Es decir, que Nostradamus se refería a que el mundo se acabaría cuando llegase al pontificado un Papa jesuita. Y ahí acaba de quedarse en el sitio el primer Papa jesuita, Francisco I. Y no se ha acabado el mundo. Ni creo que se vaya a acabar ahora porque el próximo Papa sea de raza negra si es que nuestro colega Michel se refería a lo de la piel. Aunque he de decir que esta última posibilidad no me haría ni pizca de gracia. No por lo de la raza, claro; sino porque los candidatos a liderar El Vaticano de raza negra acarrean una sombra bastante alargada más oscura que su color de piel.
En especial, hay uno que está triunfando bastante entre los tuiteros más fiesteros voxeros de la red social de Elon Musk, un tal Robert Sarah. Un guineano al que no le va mucho aquello de la apertura de la Iglesia que te mete en el mismo saco lo de ser homosexual y la eutanasia porque, para él, son el martillo que destruye la institución de la familia. El mismo al que no le va mucho que la gente se pueda divorciar. Ese de los sermones en condiciones que dan para hablar —o gritar— en la cena de Noche Buena. El otro de raza negra que suena papable es un tal Peter Trukson, un ghanés que se corta un poco más al hablar y al que se le tacha de progresista en su país por decir que, hombre, eso de los homosexuales y tal, que tampoco tienen que enseñarlo, pero que no es para meterlos en la cárcel.
Y, a mí, estas cosas de despreciar al prójimo como que no me van. Yo soy más —en estos temas y no en otros— de aquel Papa que nos transmitió en la última misa de la JMJ de Lisboa a más de millón y medio de jóvenes apilados entre sacos de dormir dispuestos sobre tierra húmeda que “se puede mirar a una persona de arriba a abajo, sólo si es para ayudarla a ponerse en pie”. Y eso es lo que quiero que sea la Iglesia.
