
SEVILLA A TRAVÉS DEL TIEMPO
(Sevilla, 1992). Graduado en Sociología, escribe desde que tiene uso de razón, o incluso antes. Ha ejercido el periodismo en diversos medios de comunicación, como Sevilla Actualidad y Canal Sur Radio. Autor de la novela El Pez Globo, compagina la literatura con los hilos sobre Sevilla que realiza en Twitter/X, y que gozan de gran popularidad.
Eran las 12:32 de la mañana cuando la oscuridad lo invadió todo. Los efectos del colapso de la red eléctrica y de telecomunicaciones que ha asolado a España y Portugal aún siguen latentes. Un apagón sin precedentes que nos ha dejado desvalidos en un mundo cada vez más dependiente de la tecnología y menos del contacto real.
El 28 de abril de 2025 pasará a la historia como una jornada atípica. Cuando los sistemas comenzaron a fallar, la hecatombe se concatenó: primero nuestra casa y después el portal, pero nadie sospechaba que la magnitud de lo ocurrido se extendiera a toda España. Pasaban las horas, las bombillas no se encendían y, sin tener tiempo de procesarlo aún, el mundo anterior a Internet resurgía de sus cenizas para imponerse con el ímpetu de la naturaleza: los vecinos se comunicaban por los balcones, las señoras salían a la fresca para congregarse en torno a un transistor, los niños volvían a reinar las plazas, las antenas de los transistores se estiraban de nuevo y, aunque parezca sorprendente, los libros bajaban de las estanterías.
Este lapso en la globalización comenzó de forma caótica y abrupta con personas atrapadas en los ascensores, en el metro, en los estragos en el tráfico causados por los semáforos apagados y en trenes emplazados en los puntos más recónditos de la geografía española, y que olvidaremos tan rápido como volvamos a dar el pellizco mágico en la pared. Se pueden extraer lecciones valiosas del apagón, de este Black Out patrio o como lo queramos llamar, como la ansiedad que produce estar incomunicado de nuestros seres queridos o la incertidumbre de no saber qué está ocurriendo, circunstancias capaces de conducirnos a la desinformación, a comprar teorías de toda índole o a dejarnos llevar por el pánico colectivo.
La caída de todo el sistema también nos ha hecho reencontrarnos con costumbres que creíamos olvidadas. Los más jóvenes miraban con estupor cómo sus padres metían las pilas en los transistores o incluso echaban mano del dinero en metálico, reliquias sacadas del museo analógico para ayudarnos a satisfacer unas necesidades que en realidad no tenemos y a las que Internet no se ha atrevido ni a plantarles cara por lo bajini. Y, así, mientras la luz del día le impone un velo de amnesia a las horas vividas, surge una reflexión inevitable: ¿Y si ese halo de individualismo que ha creado la red no fuera más que una realidad paralela en la que creemos vivir felices y cómodos, pero que se desvanece cuando nos azota un problema de verdad? ¿Y si, en definitiva, Internet fuera una realidad simulada a la que le damos más importancia de la que realmente tiene?
Desde que la red se instaló en nuestros bolsillos y su uso se generalizó, el mundo digital pasó de ser un complemento cotidiano a sustituir actividades tan comunes como hacer la compra, realizar trámites administrativos, informarnos y hasta conocer gente. Una herramienta, sin duda, que ha agilizado la vida de propios y extraños hasta límites insospechados, pero que a la vez nos ha hecho ser más dependientes de la tecnología, sustituir nuestra capacidad de pago por encomendarnos a un trozo de plástico magnético y a perder el seso por algo que se esfuma tan rápido como un gigawatio.
Tampoco hay que desdeñar la capacidad del español para hacer los mejores chistes o idear soluciones improvisadas y geniales a partes iguales como trasladar su peluquería del oscuro interior de un local a la claridad de la tarde. Y es que cada barrio español ha sido una representación en miniatura del microcosmos del apagón. Mientras las tiendas de chinos hacían su agosto y los supermercados colocaban carros en las puertas ante la imposibilidad de echar los cierres eléctricos, los más avezados compraban linternas, velas, latas de conservas, papel higiénico como en los prolegómenos de la pandemia; los más ayudaban, los menos sacaban partido del colapso, e incluso alguno aprovechó para hacer acopio de cervezas o ir a una corrida de toros que llegó a celebrarse en Sevilla.
El tiempo transcurría entre ligeras fluctuaciones en los operadores digitales, que surgían como un oasis digital en un mundo que unas horas antes había aterrizado en el siglo XIX. Nos hacíamos al cuerpo como podíamos con este porrazo de realidad y la luz volvía en algunos lugares de forma paralela a los políticos que, para variar, intentaban sacar rédito entre las tinieblas. Todo era confuso en un mundo que bajaba el telón al mediodía para ver cómo, desde los mentideros de barrio o en redacciones con mucho tiempo libre y más espacios en blanco que rellenar, se alimentaban las teorías de la conspiración para saciar el apetito de quienes viven en la arcadia de que el mundo se ajuste a su realidad.
Al caer la noche, la oscuridad se extendió por las calles plagadas de farolas inertes como cadáveres en el frente y alumbradas sólo por la luz tenue de las velas que se intuía a través de las ventanas. Junto al nerviosismo inherente a poner respuesta a algo que parecía no tenerla, la penumbra y el sueño nos vencían tan poco a poco como se producía el retorno de la luz a nuestros salones. El apagón aún no ha cesado en algunos hogares y sus causas se desconocen hasta el momento, pero los investigadores no descartan ninguna hipótesis. En cualquier caso, cada minuto falta un minuto menos para que todos podamos todos decir: ¡Se hizo la luz, por fin!
