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Columnistas

Dejo de creer

20 julio 2024
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Santi Gigliotti

EL POYETE

Sevilla, 2001. Caballo de carreras de fondo, escritor de distancias cortas. Periodista, bético, sevillano.

El miércoles cogí un AVE de Madrid a Sevilla que salió con una hora de retraso. Cuando por fin me monté en el tren abrí el ordenador con la intención de aprovechar el viaje y ser productivo. Justo antes de que se pusiera en marcha llegaron dos chavales de unos veintilargostreintaypocos que ocuparan los asientos de atrás mía. Los notas venían a su bola, estuvieron un rato enfrascados en sus teléfonos, comentando de vez en cuando la jugada de las publicaciones que veían en Instagram. Pero fue ponernos en movimiento, y uno de ellos, el que lucía una camiseta que ponía en el cuello Palm Angels, pegó un bote. “Loco, loco, loco, mira esto”. “Sí, hombre, una polla, qué me estás contando”. Miré al señor que iba a mi lado y ya estaba sobado con sus cascos puestos, intenté mirar un poco más adelante, buscando algún gesto de complicidad, de estupefacción con los dos cabestros que pensaban que estaban en el salón de su casa, y vi a una pareja de abuelos. Él iba en la ventanilla y miraba el paisaje como si se estuviera despidiendo de alguien, sin embargo, ella, de ojos limpios y divertidos, acababa de sintonizar la parabólica en la conversación de los dos piezas que hiperventilaban a mis espaldas.

El motivo del numerito era que una pareja de famosos, un streamer y una actriz/influencer, habían cortado. Les juro que la sensación era que si al de la camiseta Palm Angels le hubiese dejado la parienta por WhatsApp les estaría doliendo menos. Vamos, ojalá, igual se hubieran ido a la cafetería a ver si les ponían un whisky. El otro, que llevaba un polo verde, había entrado en un bucle del que parecía que no iba a salir: “Mano, que es imposible, que no me lo creo.” El problema vino cuando los dos ingenieros, indagando por Twitter, se enteraron de que los protagonistas de sus desasosiegos habían hecho un comunicado en forma de vídeo explicando los motivos de la separación. Ahí ya fue cuando los dos colgados estos entraron en braquicardia.

Por supuesto no tardaron ni un segundo en abrir YouTube y reproducir el melodrama. Claro, ustedes pensarán que nuestros amigos se pusieron auriculares para visionar el asunto, pero qué va, estaban tan atacados que debieron de pensar que le estaban haciendo un favor al vagón al estar retransmitiendo en directo lo que, para ellos, a todas luces, equivalía al derrocamiento de un gobierno democrático, la llegada del hombre a la luna o la salida de la fumata blanca en la chimenea del Vaticano. Les juro que no daba crédito, menos aun cuando se abrieron una bolsa de Riskettos. Me embargaba ese cabreo que se tiene ante las situaciones surrealistas que le rompen a uno los esquemas. Un enfado amortiguado por lo peregrino del contexto. Solo les faltaba la cachimba.

No podía ser que no se estuviesen dando cuenta del espectáculo que estaban montando. No me cabía en la cabeza que nadie con un mínimo de modales y de sentido de la urbanidad pusiera a todo volumen una mierda, su mierda. Tampoco entendía como ningún pasajero les había llamado la atención. Empezaba a asumir que me iba a tocar a mí girarme para pedirles que se cortasen. Volví a otear el panorama y me encontré otra vez con la estampa de la señora mayor, ya totalmente entregada al culebrón de los dos majaras. En ese momento me dio ternura aguarle la fiesta, estaba entretenida con los dos maleducados, y pensé, erróneamente, que ya llegaría alguien que les cantase las cuarenta. Un revisor, otro pasajero, el que pasa con el carro vendiendo comida o yo que sé. Bueno, tal y como iban las cosas, lo mismo los colegas le pedían un mix de frutos secos y un par de birritas. El caso es que vencido por la sinrazón cerré la tapa del portátil y me entregué a la telenovela un rato. La ya expareja contaba que creía necesario informar que sus caminos se separaban, pero que todo de muy buen rollo. Los dos colegones especulaban y teorizaban sobre los posibles motivos del desencuentro. A ambos se les notaba que eran más fans del tío, aunque reconocían que les caía muy bien ella, que parecía que se les había caído de algún extraño pedestal. Yo ya dejo de creer en el amor, repetía el que al principio era más escéptico. Y vuelta al bucle.

Para mí ya fue suficiente, al final fui yo el que partió hacia la cafetería. Pedí una Coca-Cola y me puse a ojear Twitter. De repente, gran parte de mi muro estaba colapsado por el tema de marras. Las cuentas satélites de la ultraderecha pontificaban sobre que la tía le había exprimido toda la fama que necesitaba al streamer y que ya que estaba orientada lo había dejado en la estacada, también achacaban la ruptura a que la chavala no quería tener hijos hasta dentro de unos años. Una progre asquerosa, una buscona, era lo más suave que se leía. Pero claro, también salían tuits de la extremaizquierda wokista que cargaba las tintas contra el hombre, un viciado de los videojuegos, un parasito con ademanes de machirulo patriarcal, una red flag con patas, un tóxico de manual. Todo muy edificante, perfectamente preparado para que los peatones eligieran su camino populista favorito y se lanzasen a pelear por tamaña gilipollez.

Y luego hay quien se pregunta que por qué Pedro Sánchez pudo permitirse lo de hacerse la víctima cinco días para luego mandarle una carta a la ciudadanía. Esta es la sociedad que tenemos, entregada a los espectáculos más banales, polarizada a brochazos de nada. Esto es lo que somos. Cada vez soy yo el que está más cerca de dejar de creer, querido desahogado del AVE, primo hermano del carajote del altavoz en la playa. La próxima vez traeros cascos.

Pd: Gracias por la columna.

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Santi Gigliotti 20 julio 2024
Aromacqua
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