Adiós a la España católica
A DIOS ROGANDO
Teólogo, terapeuta y Director General de Grupo Guadalsalus, Medical Saniger y Life Ayuda y Formación.
Los últimos datos del CIS aproximan cada vez más rápido el número de católicos en España al 50%. Es decir, estamos en el umbral de un cambio sociológico particularmente trascendente porque, la España de Sus Catoliquísimas Majestades, está en vísperas de dejar de ser católica. Y esto dicho en frío, tiene muchas connotaciones identitarias, sobre todo en un país construido por sucesivas monarquías desde los Reyes Católicos en torno a la unidad lingüística y religiosa. Tanto es así, que los independentismos de nuestro territorio nacional nacen en lugares secularizados y con otra lengua. Si falla una de estas dos premisas, no prosperan.
Una España que deja de ser católica, por decirlo de algún modo, deja de ser la España del proyecto original. Lo cual no es algo negativo, pero sí diferente.
¿Qué supone esto para la Iglesia? Pues depende de qué Iglesia hablemos. Si hablamos de la Iglesia que lucha por no dejar de ocupar espacios, la noticia no podría ser peor. Menos gente se traduce en menos relevancia social; en el riesgo de ir perdiendo apoyos oficiales que ya no se convierten en ventajas o ayudas económicas; ver cómo disminuye su visibilidad en medios de comunicación, universidades, hospitales o cuarteles… La Iglesia que lucha por los espacios es la misma que se manifiesta por la Escuela concertada y calla cuando naufragan cayucos sembrando de muertos las playas de Rota.
Pero hay otra Iglesia, que es la que acompaña procesos. Sí, procesos personales y sociales. Y los acompaña sobre el plano humano y espiritual. Esa Iglesia no se alarma por estas cifras. Ya las conocía. Esa Iglesia sabe desde hace muchas décadas con quien se puede contar de verdad y con quién no. Es más, es la Iglesia que facilitó las apostasías desde las parroquias porque prefería saber de verdad quiénes quedaban dispuestos.
La primera Iglesia no quiere reducir el número de parroquias aunque estén vacías, aunque estén a punto de desmayar los sacerdotes que las atienden, aunque se multiplique el trabajo de archivos. No lo hacen porque el dinerito de la Declaración de la Renta que reparte la Conferencia Episcopal se distribuye según el número de parroquias que tiene cada diócesis. Esa Iglesia institución aguanta y aguanta como si fuéramos muchos porque, en realidad, toda organización humana que prioriza ocupar espacios se preocupa en primer lugar de su supervivencia.
En cambio, a la otra Iglesia no le importan tanto los tejados y las restauraciones, la presencia en los primeros bancos de los actos oficiales o las relaciones institucionales. Le importa Dios y su pueblo, esos que andan como ovejas sin pastor. Extenuados. Vejados.
Hay una masa cada vez más grande que no descubre a Dios en la Iglesia. Y no lo hace porque realmente cuesta trabajo, más allá de las actitudes personales de unos o el mal ejemplo de otros. Benedicto XVI lo percibió de una forma meridianamente clara y, con su magisterio, se esforzó en devolver la vida teologal a la Iglesia. Escribió sobre la caridad, sobre la esperanza y, por último, retomó el tema de la fe sobre el que Juan Pablo II había ya escrito. Resituar a la Iglesia en Dios, para que se deje de liturgias teatralizadas y desvirtuadas, donde el protagonismo es humano; para que abandone una pastoral epidérmica, convertida en puro entretenimiento; para que no reduzca la espiritualidad a mero desarrollo personal ni las homilías a supremacía ética; para que la oración sea encuentro y no autodescubrimiento ni relajación; para que la santidad sea nuestra verdadera llamada universal; para que el nombre de Dios cobre toda la carga profética y subversiva que tiene.
Hemos querido contentar al hombre de hoy, y el hombre de hoy se marcha de la Iglesia porque no percibe en ella nada nuevo. Ninguna luz. Ninguna sal. Quizás haya que plantearse seriamente no el acontecimiento probado de que la mundanización de la Iglesia desvirtúa su esencia, sino el hecho aún más grave de que no estamos siendo fieles a esa esencia. No solo no hablamos claro, sino que no nos estamos enterando de que la incondicionalidad del Evangelio torna problemática su relación con los valores mutables, volátiles, interesados, episódicos o políticamente correctos que acompañan a la sociedad.
No nos quedamos solos precisamente por confrontar al mundo, todo lo contrario. Nos quedamos solos por no ser alternativa de Dios para el mundo. Estamos llamados a aportar sentido a nuestra sociedad. Llamados a ser una comunidad inquietante para cualquier expresión de poder. Llamados a inspirar perdón, reconciliación y caridad. Llamados a señalar siempre el camino del cielo aunque el mundo nos odie. “Si fueseis del mundo, el mundo os amaría como cosa suya. Pero como no sois del mundo, pues yo os elegí y os saqué del mundo, por eso el mundo os odia” (Jn 15, 19). Es decir, que cuando el barómetro del CIS vuelva a recordarnos que nos estamos quedando solos, que al menos sea por hacer lo que debemos, no por gastar tantas energías en mantener el status y entretener a la gente.
